In reference to the State Board of
Education's April 11, 2018 decision to name us "Americans of Mexican
Descent" in the context of the name of the course that they gave us,
instead of the name, “Mexican American Studies,” for which we were specifically advocating,
this opinion-editorial by Dr. Rogelio Saenz asks to question who has the power
to re-name us?
In my own work, I refer to this dynamic as "subtractive cultural assimilation." Others simply use the term, "assimilation" to say the same thing. To further qualify it as subtractive is to clarify the meaning and intention that cultural and linguistic subtraction is the dark, if normative, side of assimilation.
Dr.Saenz makes the basic point that this was a power play by the SBOE that is discriminatory and makes an invidious distinction that serves as a reminder to just how hard it can be for us to hold on to the beautiful Spanish or Indigenous names that our parents gave us.
To this, some would add that we also lose our accents. For this reason, I will close my commentary with an accented version of my name .
Ángela Valenzuela
c/s
May 15, 2018
By
· Rogelio
Sáenz
¿A cuántos de nosotros nos cambiaron el nombre a la manera inglesa para la conveniencia de los anglosajones? A José le cambiaron el nombre a “Joe”, a María le cambiaron el nombre a “Mary”, a Roberto lo renombraron “Robert” y a Elena la renombraron “Ellen”.
¿Quién somos?
Una pregunta simple. Sin embargo, no
es tan raro que personas y grupos de color (grupos de razas y etnicidades
aparte de los anglosajones) experimenten un cambio de identificación.
A lo largo de la historia
estadounidense, las personas e instituciones anglosajonas se han dado el
derecho de renombrar a otros según su predilección.
La tendencia de cambiar lo más
íntimo de una persona —el nombre que sus propios padres le dieron— o la
identidad de un grupo racial o étnico refleja la supremacía blanca que continúa
existiendo en nuestro país y que representa el dominio de los anglosajones
sobre los grupos de color.
Esto fue lo que ocurrió
recientemente en Texas. Hace unas cuantas semanas, la Junta Directiva Escolar
de Texas votó a favor de cambiar el nombre de un curso electivo para
preparatoria de “Estudios Mexicoamericanos” a “Estudios Étnicos: Una visión
general sobre los americanos de ascendencia mexicana”.
David Bradley, un hombre anglosajón
miembro de la junta directiva, encabezó la oposición al nombre
“mexicoamericanos” argumentando que este es un término que causa división. Poco
importa que él no sea una persona de origen mexicano.
Bradley, junto con otros ocho
miembros republicanos anglosajones de la directiva, renombraron a nuestra
comunidad como “americanos de ascendencia mexicana”, la única manera en que
ellos apoyarían el curso electivo. Una latina integrante de la directiva
también votó a favor del cambio de nombre, pero después cambió su voto.
Marisa Pérez-Díaz, una de las
integrantes de la directiva que se opuso al cambio de nombre del curso,
acertadamente describió el significado del cambio: “esto es como una cachetada
en nuestro rostro”.
Irónicamente, los nombres de otros
estudios étnicos —incluyendo aquellos sobre los afroamericanos, indígenas, y
asiático americanos, incluso los americanos de las islas del Pacífico— fueron
aceptados sin cambios.
La bronca, simplemente, es con los
mexicoamericanos. Somos nosotros, el grupo que impulsa el cambio demográfico de
Texas, el que el Partido Republicano considera como una amenaza.
Aunque las investigaciones han
demostrado el valor de los estudios sobre mexicoamericanos en la educación de
los estudiantes de nuestro grupo, lo último que quieren los republicanos es a
ciudadanos del futuro que sean pensadores críticos y que estén comprometidos
cívicamente, exactamente lo que se necesita para mejorar las condiciones de los
latinos y los afroamericanos de nuestro estado.
Sin embargo, esto no es nada nuevo.La
falta de respeto hacia nuestro idioma, cultura, nombres e identidad es parte de
la práctica social de muchos anglosajones de Texas.
¿Cuántos de nosotros tenemos el
recuerdo doloroso de una persona que nos regañó públicamente con la exigencia
de que habláramos en inglés? ¿Cuántos de nosotros fuimos castigados por hablar
español en la escuela?
¿Y qué decir de cómo nos han
cambiado de nombre? A mí, personalmente, al nacer, el médico anglosajón que
asistió a mi madre a dar luz, dijo, “No le pongan Rogelio, pónganle Roy, como
Roy Rogers!”
En mi pueblo de Mercedes, en el
Valle del Río Grande donde me crie, a mis otros tres tocayos también les
cambiaron el nombre a “Roy”. Yo tuve que hacer un esfuerzo y luchar por retomar
el nombre que mis propios padres me habían dado.
El mensaje fue claro: nuestro
idioma, cultura y nombres —nuestra identidad— no tienen ningún valor.
Desgraciadamente, la acción de la
Junta Directiva Escolar de Texas, compuesta principalmente por personas
republicanas anglosajonas, nos recuerda que nos siguen oprimiendo y mostrando
una falta de respeto a nuestro ser e identidad.
¿La solución? Hay que seguir
peleando orgullosa y vigorosamente por nuestra identidad. Hay que asegurarnos
de que nuestros hijos sigan con sus estudios y que cuestionen el sistema que
nos sigue tratando como a ciudadanos de segunda clase.
Y, si ellos son ciudadanos
estadounidenses, regístrense para votar y voten.
Sáenz es decano de la Facultad de
Políticas Públicas de la Universidad de Texas en San Antonio.
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